Ante el horror, urgen las palabras. Ante un mundo ya inevitablemente invadido por la contradicción, sólo queda interrogarnos por el (sin) sentido, ya que construir éste ha resultado del todo una empresa inútil. Éste parece ser el axioma al que se ha aferrado Jaime Alonso Véliz, poeta, en Cuando lloró el otoño, ed. Alhulia, Granada, 2008.
Cierto es, como señalaba Ángel Castro, encargado de la presentación del poemario, que la voz de Jaime se alza en grito, uniéndose así a toda la pléyade de poetas que se resisten al silencio como León Felipe o Blas de Otero. Sin embargo, más que una poética del grito, la de Jaime es una poética urgente, pero interrogante, disconforme, pero reflexiva, más cercana al mejor Neruda, que invita al lector desde una escritura socrática, permitiéndole que edifique sus propias respuestas en el blanco del papel o en el vacío de la existencia. Es más: la voz de Jaime corresponde a lo que podríamos denominar una poética de la profundidad. Una poética hacia abajo. Como Orfeo, Jaime ha osado descender a los infiernos cotidianos para acceder a los misterios de la miseria humana:
"De pronto, una letanía sin palabras,
escapada de una garganta muda, me reveló el secreto
de su dolor. Avergonzado, comprendí
que yo también era la causa de su llanto."
["Por qué lloró el otoño", p. 11]
Y, así, en un gesto de generosidad profética, el urgente Orfeo nos revela las heridas del otoño dolorido. Si bien en la primera parte del poemario, titulada El rostro del odio, nos encontramos con la sorpresa y la indignación ante el terror ("Rabia contenida", "Manos blancas" "Me rebelo"), con la pérdida de la fe en la Humanidad ("Yo creía..."), con la insuficiencia del lenguaje poético ("No hay palabras"), su concreta inscripción espacio-temporal ("A Ernest Lluch", "La luz que envuelve Atocha", "Filoetarras") nos sumerge en nuestra historia inmediata, en nuestro acérrimo presente que a su vez es nuestro extremado pasado. Pareciera que esta primera parte (así como todo el libro) constituye toda ella un plantum, una elegía, instalándose así en la tradición del horizonte manriqueño -magnífica adaptación del ubi sunt? y de la Fortuna volcados en maleficio de pathos griego:
"Y en una lenta tortura de agonía, la misma
en la que sumergísteis tantas almas inocentes,
os pudriréis entre terribles estertores, y olvidados."
["Agonía de asesinos", p. 36];
y en el horizonte machadiano -el cainismo de los Alvargonzález y la impotencia del pueblo:
"España llora y llora y no perdona.
Sus muertos son maná de una locura,
cruel, intransigente y muy sedienta."
["Voces de rechazo", p. 31]
A diferencia de la primera parte, la segunda, El brillo de la muerte, nos conduce a un paisaje difuminado, atemporal, casi producto de ensoñación, pese a la constancia de los hechos referidos: "Los mirlos de Kosovo", "Una aldea en Sarajevo", "Llanto en Belén",... Más que atemporal, diríamos mítico, exactamente en esa edad en la que el hombre ha sido abandonado bajo la concavidad nocturna (la gravedad de la muerte, la luna como navaja que brilla en la oscuridad), el cual ignora aún que anhelará regresar al paraíso perdido:
"Loca Humanidad que, corrompida por el odio,
envuelta en mezquindad y desidia,
te recreas en la herencia del Edén
creyéndote impune,
y desprecias el amor olvidando a quien te dio la vida."
["Fracaso de Dios", p. 50]
Junto a la influencia miltoniana, otras dos huellas resultan palpables en esta sección: la lorquiana y la oriental. Reminiscencias suaves de casidas y gacelas, de moaxajas y lírica sefardí, parecen recorrer horizontalmente el poemario ("Dolorosas", "Nieve roja"), así como del texto neoyorquino ("La mirada que cautivó la máquina"), para dejarse habitar por la cosmogonía apocalítptica del nuevo horror. Dos tonos, pues, antagónicos, pero complementarios, que conforman así la enigmática contradicción que es el ser humano:
"Sus voces de ultratumba recordarán
tan insólito genocidio e impondrán su castigo,
que si inaudito fue tal exterminio,
más lo será cuando las tumbas de este pueblo
tengan que excavarse más allá de sus fronteras."
["Si la paz brotara en esta tierra", p. 66]
Y, de tal modo se desliza la dura letanía que, finalmente, se ofrece en toda su cruda verdad el nuevo credo órfico revelado:
"Perdió el recuerdo de tener que amar
y quedó sumido en la tristeza.
Su pena y su amargura,
causa de su llanto,
le queman hoy el alma, sí,
si es que aún le queda."
["De profundis clamavi", p. 67]
Todo poema urgente requiere de necesarios lectores. Y la poética de Jaime Alonso Véliz es fundamentalmente urgente y necesaria. Les invitamos a descender, de mano de su palabra, a la oscura profundidad de nosotros mismos para comprender por qué nos hemos teñido de sangre y de lágrimas.
Cuando lloró el otoño, ed. Alhulia, Granada, 2008, de Jaime Alonso Véliz, fue presentado el viernes 7 de noviembre en el aula 10 de la UNED, Melilla.
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